sábado, 6 de noviembre de 2010

EL PELUQUERO DE MI BARRIO




Está por cumplir 80 pirulos y aún tiene pulso para no encajarme la navaja en zonas donde emprolija el corte. Es de esos que no van a los certámenes nacionales o internacionales de perfeccionamiento. Tiene clientes fijos y es la segunda vez que concurro a su local.

Hay dos cosas que me encantan de este fígaro: casi nunca hay nadie, así que no tengo que esperar; hace chistes que uno los ve venir una docena de palabras antes de que los diga. Es que de vez en cuando, me hace bien recuperar la vulgaridad que todos llevamos encima, me atrevo a decir, esa mediocridad que forma parte de la condición humana.

Llego y me hago cargo del ambiente; sé que su buen estado de ánimo será propicio para cualquier chiste chocarrero. Entonces, me siento en el sillón y le largo la primera eutrapelia, que el sabio de Aristóteles nos enseñó a valorar como relajación lúdica: -Omar, por su culpa las mujeres me acosan sin miramientos. No puedo caminar tranquilo; por favor, hágame un corte radicalmente desprolijo…

-¿Sabés qué?, me dice. Vos deberías tomar la pastillita azul, que obra milagros…

A mi juego me llamó; la Ética a Nicómano pide a gritos que le retruque:-Y Ud. las toma?, pregunto, mientras me hago el tonto y adivino su respuesta.

-¡Y cómo! ¿Sabés los médicos que vienen acá…? Ellos me traen las muestras gratis… Eso sí, primero hacete un electrocardiograma… Y de paso, podrías presentarme alguna, che…

SILENCIO. INTUYO EL GAG SIGUIENTE:

-¿O las querés todas para vos?, jajaja!

Omar hace 40 años que está allí; todos los días almuerza en el mismo restaurante de la esquina, en compañía de cuatro amigotes. Corta bastante bien, cobra lo justo y una vez al mes siento que la felicidad tiene un poco que ver con un estado de relax cultural, como el de mi nuevo peluquero.

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